LA TRIBUNAPOSTDATA
Energía y soberaníaSeguimos progresando
MANUEL LOZANO LEYVA / RAFAEL PADILLA | ACTUALIZADO 16.11.2008 - 01:00LA idea -por qué será que no me extraña- ha surgido en Holanda, esa nación admiradísima por todas las vanguardias, en la que cualquier barbaridad encuentra su vocero y todo ensayo, en especial si quiebra principios sustentadores de la verdadera dignidad del hombre, su iluminado y furibundo valedor. La noticia la publica The Guardian y curiosamente, excepto entre los internautas, no ha tenido ningún reflejo en los grandes medios de comunicación. A propuesta de la socialista Marjo van Dijken y promovido por su partido, el socialdemócrata Partij van de Arbeid, se va a debatir un proyecto de ley en virtud del cual las mujeres que el Estado considere inadecuadas para ser madres podrían ser sometidas a una anticoncepción forzosa durante dos años. Si a pesar de todo -previsores que son estos ingenieros morales- la mujer quedara embarazada, el Estado podría incluso quitarle a su bebé en el mismo instante de nacer. Una norma "modélica", como comprenderán, que mezcla, con rara pericia, las reglamentarias gotas buenistas con una radicalidad más propia del nazismo que de las sociedades desarrolladas.
La Van Dijken se ha apresurado a precisar que la medida sólo estaría dirigida "a la gente que ha sido objeto de acción judicial por ser malos padres" lo que, además de instaurar una especie de pena sorprendentemente irredimible, resulta algo más que inquietante, dada la experiencia de otras leyes holandesas que, en su origen, aparecieron revestidas de idéntica piel de cordero.
Basta con observar cómo se está aplicando allí la regulación de la eutanasia, de qué forma prima el criterio presuntamente objetivo de los médicos sobre la decisión del paciente o de sus familiares, no ya en el supuesto de ancianos o de enfermos terminales, sino también de niños (con espina bífida, por ejemplo) que se dictaminan "sin esperanza" y se eliminan, para pronosticar que lo que ahora se nos vende como una solución excepcional pudiera acabar convirtiendo la maternidad en una mera concesión del Estado, sujeta al arbitrio de cualquier funcionario que resolverá, a su capricho, quién "se la merece" y quién no.
Y es que Holanda, el paraíso del progresismo, más que en un país avanzado, se está trasformado vertiginosamente hoy en un país de "experimentación", en el lugar del mundo donde más lejos se ha llegado en el intento de que las leyes ordenen la moral en vez de fundamentarse en ella.
No es, por desgracia, el único. Sus desvaríos hacen fortuna en muchas democracias occidentales -por supuesto en la nuestra- en las que, ante el adormecimiento inducido de la mayoría, triunfa un poder despótico y totalitario, tan ensoberbecido e impune que hasta se permite la inmensa desvergüenza de llamar "progreso" a sus infames inventos de esclavitud, de intolerancia de inhumanidad y de muerte.
EL desconcierto ante la crisis económica en que estamos inmersos es absoluto y todos diagnostican y vaticinan sin mucho fundamento. Se llega incluso a proponer, nada menos, que la redefinición del capitalismo. En cambio, a los hechos claros y poco discutibles no se les presta la debida atención. El ejemplo reciente quizá más llamativo es la supuesta operación de compra del paquete mayoritario de las acciones de Repsol-YPF por Gazprom, la cual tiene menos calado económico y mucho más político de lo que le parece a algunos profesionales de la política. Unos dan por supuesto que se trataría de una operación privada empresarial sobre la que, como siempre, el Gobierno no debe opinar. Otros suponen que es una barbaridad que un país, a través de una empresa estatal, interfiera en un sector estratégico de otro como es la energía.
Lo que demuestra el desconcierto aludido es que la primera postura la sostuvieron políticos de izquierda, encabezados por el ministro de Industria, y la segunda los de derechas, porque fue el presidente del PP quien la formuló. Los hechos concretos son que una empresa privada esencialmente inmobiliaria, Sacyr, adquirió cuando estaba boyante una buena parte de la principal empresa energética del país, la privatizada Repsol-YPF, y que otra de gestión estatal, la rusa Gazprom, trató de comprar la participación de la primera salvándola cuando el derrumbe del ladrillo amenazaba sumirla en la miseria. A nivel regional, no podemos olvidar lo que apuntaba un consejero como receta para amortiguar el lío económico: que se hagan cargo del desarrollo de las energías renovables los alicaídos promotores inmobiliarios.
El lector quizá se haya topado alguna vez con un mapa de Europa en el que se resaltan oleoductos y gasoductos. Algunos también trazan las rutas de los petroleros desde los países productores hasta las grandes refinerías de la Unión. Incluso hacen proporcional el grosor del trazo con el caudal de fluido que transportan. La maraña surge en Rusia, en Argelia, en el Oriente Próximo y en América. Uno, a la vista de un gráfico de esos, no puede evitar estremecerse, porque quien controla esa red, controla Europa. Así de sencillo. Y España está en los arrabales de la telaraña. Lo que pretende la Gazprom de Putin es no sólo enriquecerse controlando grifos y válvulas, sino gestionar los beneficios que sus clientes pueden obtener de la materia prima que les venden.
Europa se juega su soberanía con el asunto de la energía y los paños calientes no sirven absolutamente para nada. Sembrar, como hizo Alemania, diez millones de metros cuadrados de campo con helióstatos y paneles solares para obtener a precio de oro menos del 0,5% de la electricidad que consume en un año sirvió para contentar a los verdes cuando eran parte del Gobierno socialdemócrata. Ahora que no están, lo que tratan es de defender 800.000 puestos de trabajo de la infinidad de empresas que surgieron al socaire de las sustanciosas subvenciones. La espectacular proliferación de aerogeneradores en Dinamarca ha llegado a su fin en cuanto el Gobierno ha anunciado la posibilidad de limitar las ayudas por miedo a las inestabilidades en la red eléctrica que puede provocar que la electricidad de procedencia eólica traspase cierto límite.
Lo indiscutible es que quien está en mejor situación es Francia, porque sus más de cincuenta reactores nucleares, junto con su sistema de minería, la obtención de combustible nuclear, el procesado de residuos y el dominio de la tecnología de futuro, le garantizan buena parte de su independencia energética. ¿No se preguntan nuestros políticos por qué nuestro vecino más importante creó su sistema nuclear? ¿Están más locos? ¿No tienen sentido ecologista? Consideren, para colmo, que iniciaron la construcción de centrales nucleares en una época en que el petróleo estaba baratísimo y los tipos de interés tan altos (más del 15%) que hacían arriesgadas las fuertes inversiones que exigía la industria nuclear. Lo hicieron por una razón exclusiva: mantener a todo coste el futuro independiente y soberano de Francia.
¿Paranoias de personalidades como De Gaulle y Mitterrand? Quizá, pero al menos consiguieron que el futuro de Francia no dependa ni un ápice de responsables políticos que no sepan evaluar el alcance de operaciones como la de Gazprom o que quieran apañar a los promotores inmobiliarios con subvenciones a las llamadas energías renovables. Con la energía no nos jugamos ni la economía ni la ideología, sino la soberanía.
La Van Dijken se ha apresurado a precisar que la medida sólo estaría dirigida "a la gente que ha sido objeto de acción judicial por ser malos padres" lo que, además de instaurar una especie de pena sorprendentemente irredimible, resulta algo más que inquietante, dada la experiencia de otras leyes holandesas que, en su origen, aparecieron revestidas de idéntica piel de cordero.
Basta con observar cómo se está aplicando allí la regulación de la eutanasia, de qué forma prima el criterio presuntamente objetivo de los médicos sobre la decisión del paciente o de sus familiares, no ya en el supuesto de ancianos o de enfermos terminales, sino también de niños (con espina bífida, por ejemplo) que se dictaminan "sin esperanza" y se eliminan, para pronosticar que lo que ahora se nos vende como una solución excepcional pudiera acabar convirtiendo la maternidad en una mera concesión del Estado, sujeta al arbitrio de cualquier funcionario que resolverá, a su capricho, quién "se la merece" y quién no.
Y es que Holanda, el paraíso del progresismo, más que en un país avanzado, se está trasformado vertiginosamente hoy en un país de "experimentación", en el lugar del mundo donde más lejos se ha llegado en el intento de que las leyes ordenen la moral en vez de fundamentarse en ella.
No es, por desgracia, el único. Sus desvaríos hacen fortuna en muchas democracias occidentales -por supuesto en la nuestra- en las que, ante el adormecimiento inducido de la mayoría, triunfa un poder despótico y totalitario, tan ensoberbecido e impune que hasta se permite la inmensa desvergüenza de llamar "progreso" a sus infames inventos de esclavitud, de intolerancia de inhumanidad y de muerte.
EL desconcierto ante la crisis económica en que estamos inmersos es absoluto y todos diagnostican y vaticinan sin mucho fundamento. Se llega incluso a proponer, nada menos, que la redefinición del capitalismo. En cambio, a los hechos claros y poco discutibles no se les presta la debida atención. El ejemplo reciente quizá más llamativo es la supuesta operación de compra del paquete mayoritario de las acciones de Repsol-YPF por Gazprom, la cual tiene menos calado económico y mucho más político de lo que le parece a algunos profesionales de la política. Unos dan por supuesto que se trataría de una operación privada empresarial sobre la que, como siempre, el Gobierno no debe opinar. Otros suponen que es una barbaridad que un país, a través de una empresa estatal, interfiera en un sector estratégico de otro como es la energía.
Lo que demuestra el desconcierto aludido es que la primera postura la sostuvieron políticos de izquierda, encabezados por el ministro de Industria, y la segunda los de derechas, porque fue el presidente del PP quien la formuló. Los hechos concretos son que una empresa privada esencialmente inmobiliaria, Sacyr, adquirió cuando estaba boyante una buena parte de la principal empresa energética del país, la privatizada Repsol-YPF, y que otra de gestión estatal, la rusa Gazprom, trató de comprar la participación de la primera salvándola cuando el derrumbe del ladrillo amenazaba sumirla en la miseria. A nivel regional, no podemos olvidar lo que apuntaba un consejero como receta para amortiguar el lío económico: que se hagan cargo del desarrollo de las energías renovables los alicaídos promotores inmobiliarios.
El lector quizá se haya topado alguna vez con un mapa de Europa en el que se resaltan oleoductos y gasoductos. Algunos también trazan las rutas de los petroleros desde los países productores hasta las grandes refinerías de la Unión. Incluso hacen proporcional el grosor del trazo con el caudal de fluido que transportan. La maraña surge en Rusia, en Argelia, en el Oriente Próximo y en América. Uno, a la vista de un gráfico de esos, no puede evitar estremecerse, porque quien controla esa red, controla Europa. Así de sencillo. Y España está en los arrabales de la telaraña. Lo que pretende la Gazprom de Putin es no sólo enriquecerse controlando grifos y válvulas, sino gestionar los beneficios que sus clientes pueden obtener de la materia prima que les venden.
Europa se juega su soberanía con el asunto de la energía y los paños calientes no sirven absolutamente para nada. Sembrar, como hizo Alemania, diez millones de metros cuadrados de campo con helióstatos y paneles solares para obtener a precio de oro menos del 0,5% de la electricidad que consume en un año sirvió para contentar a los verdes cuando eran parte del Gobierno socialdemócrata. Ahora que no están, lo que tratan es de defender 800.000 puestos de trabajo de la infinidad de empresas que surgieron al socaire de las sustanciosas subvenciones. La espectacular proliferación de aerogeneradores en Dinamarca ha llegado a su fin en cuanto el Gobierno ha anunciado la posibilidad de limitar las ayudas por miedo a las inestabilidades en la red eléctrica que puede provocar que la electricidad de procedencia eólica traspase cierto límite.
Lo indiscutible es que quien está en mejor situación es Francia, porque sus más de cincuenta reactores nucleares, junto con su sistema de minería, la obtención de combustible nuclear, el procesado de residuos y el dominio de la tecnología de futuro, le garantizan buena parte de su independencia energética. ¿No se preguntan nuestros políticos por qué nuestro vecino más importante creó su sistema nuclear? ¿Están más locos? ¿No tienen sentido ecologista? Consideren, para colmo, que iniciaron la construcción de centrales nucleares en una época en que el petróleo estaba baratísimo y los tipos de interés tan altos (más del 15%) que hacían arriesgadas las fuertes inversiones que exigía la industria nuclear. Lo hicieron por una razón exclusiva: mantener a todo coste el futuro independiente y soberano de Francia.
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